Él llegaba con un beso.
Se sentaba.
Leía el diario.
Hablaba con alguien.
Agarraba a la gata.
Yo los molestaba.
Al menos, sentía eso.
Me iba.
Él me preguntaba por qué.
Afirmaba que,
por un motivo u otro,
yo siempre me estaba yendo.
Llegaba a mi habitación.
Me encerraba para ver
si él vendría a buscarme.
Tardaba hasta escucharlo subir.
Y cuando lo hacía,
peleábamos.
Entonces leía algo y
me preguntaba por qué.
Se buscaba en los rincones oscuros
sin entender
que era el motivo de mi brillo.
Sin comprender que cuando hablaba
de fuego,
aire,
agua
y de todo eso
que mi cuerpo sentía,
lo definía a él,
puesto que no tenía otro motivo
para vivir,
ni sabía qué hacer
si él no me enseñaba.
miércoles, 17 de febrero de 2010
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